¿Existe un humor típicamente judío? La historia del cine parece afirmarlo. Y si no, que se lo pregunten a los hermanos Marx, Billy Wilder y Woody Allen. Todos genios, todos judíos.

La enfermera entró en la habitación del moribundo y este la miró fijamente mientras le preguntaba: “¿Qué quiere?”. La enfermera le respondió: “Tenemos que ver si tiene temperatura”. El enfermo le espetó: “No sea tonta. Todo el mundo tiene temperatura”.

El enfermo era Groucho Marx, motor, carburante y vela de la familia de cómicos más famosa de la historia del cine. Judíos para más “Inri”. Los hermanos Marx son los culpables del único marxismo que pretendió abolir la estupidez humana, a través de un humor irónico, mordaz, cáustico y bastante absurdo. El “humor yídish” (humor judío) comenzó a ser mundialmente conocido y reconocido gracias al cine de los Marx, que cultivaron el gusto por la provocación y la irreverencia para criticar todo lo criticable. Sin duda, una encomiable labor terapéutica. El humor judío tiene su origen en la tensión de dos elementos contradictorios en su estructura: por un lado una teología hebrea profundamente conservadora y la experiencia yídish, bastante radicalizadora.

La naturaleza del hombre que descifra la teología hebrea, en las historias de Sodoma y Gomorra, de Babilonia y Roma, unido a la vida de humillación a la que se vieron sometidos los estudiantes judíos en la Polonia anterior a la I Guerra Mundial, da como resultado una sensación de exclusión que conduce al deseo de venganza. Una especie de resentimiento contra el hecho de ser tratado como un ser inferior por quienes detentan el poder. Las respuestas ante esta situación en el caso del humor judío son la sarcástica agresión verbal y la afirmación de una inteligencia superior para superar estas experiencias humillantes. No hay que olvidar que el humor es una eficaz herramienta crítica. “Leí Guerra y Paz en veinte minutos. Creo que trata sobre Rusia”, decía Woody Allen –otro judío ilustre– en una época en que estaban de moda los métodos de lectura rápida.

El sentido del humor es un instrumento apropiado para promover la tolerancia, ya que permite ver lo que los demás no perciben. Muy a menudo ser consciente de la relatividad de las cosas lleva a revelarlas con una lógica sutil e irónica. El humor judío parte de esta consideración y demuestra que se puede bromear acerca de todo: el amor, la muerte, la guerra, la tortura... Lo verdaderamente importante es que la risa debe aportar algo de alegría, de dulzura a la miseria del mundo, a la realidad hiriente. Sin embargo, conviene aclarar una cosa: el humor judío no son chistes, porque un chiste es una situación inventada, un efecto manipulado. El humor yídish es agudeza, juego de palabras, utilización del lenguaje para reflexionar acerca de la vida.

Si es cierto aquello de que “las palabras de los hombres sabios son como aguijones”, debemos deducir que en lo que a humor se refiere, en la historia del cine ha habido al menos tres expertos en el arte de “aguijonar” con su obra.

“Max madera”

Alabados por los surrealistas, que veían en ellos el más puro ejemplo de la anarquía y el absurdo, los hermanos Marx desarrollaron su particular batalla cómica en Hollywood durante los años treinta y cuarenta. Los monólogos de Groucho y su desenfadada puesta en escena antecedieron, por dos décadas, al teatro del absurdo de Ionesco y Beckett y a la revolución narrativa de la Nueva Ola. El sentido del humor de los Marx no siempre encontró eco en el público y la crítica de su tiempo. Películas como Sopa de ganso se contraponen totalmente al humor conformista de los Tres Chiflados y el Gordo y el Flaco, que reinaban en la taquilla por aquel entonces.

El humor judío, como la literatura de Kafka, es la suspensión de causa y efecto con un momento de absurdo entre ambos. El signo de interrogación es uno de los mecanismos preferidos por los cómicos judíos. Fíjense qué ocurre cuando se le hace una pregunta a un intelectual judío; responde con otra. Una pregunta es un enunciado indeterminado y ambiguo, la respuesta determina ese enunciado.

Woody Allen sabía a lo que se exponía cuando le preguntó a Groucho Marx: “¿Te has sometido a alguna dieta a lo largo de los años?”. Groucho: “Como de todo. Incluso, de en vez en cuando alguna chica”. Respuesta típicamente judía, con ese aire de racionalismo rebelde que parece querer decir: “No, ni lo sueñes. No pienso darte una respuesta convencional y lógica. Soy un ser inteligente”.

Afortunadamente, el cine de los Marx fue redescubierto en los años sesenta y elevado a la categoría de culto.

El genio cómico

Cuando en 1969 Woody Allen firmaba su primera película, Toma el dinero y corre, ya mostraba en sus diálogos la distorsión irónica y sarcástica con la que suele abordar los problemas y la complejidad de las relaciones humanas. En el fondo, el cine de Allen Stewart Konisberg (su verdadero nombre) es pesimista y tiene un espíritu un tanto trágico. Haciendo gala de su procedencia judía, Allen dota a sus personajes de un sentido del humor que drena a menudo del sufrimiento al que se ven sometidos en el mundo cotidiano. Este hombre, dueño de un pequeño personaje de carácter inmaduro, depresivo, absurdo y locuaz, ha conseguido que la ciudad de Nueva York se convierta en la metáfora de la sociedad occidental, en una especie de microcosmos solo inteligible en el “universo Allen”. Allí los más pintorescos personajes interactúan entre sí sin solución de continuidad para mostrarnos lo difícil que puede resultar la comunicación entre seres humanos. Pero, si bien es cierto que en su primera época exploraba estos sentimientos a través de las sátiras desmesuradas y la burla inmisericorde de su procedencia judía –tema inagotable en sus mejores chistes–, no es menos cierto que con el paso del tiempo su obra ha ido ganando en gravedad y coherencia.

En cualquier caso, las escenas cómicas son parte fundamental de su cine porque son ellas quienes producen la ruptura necesaria para apreciar la tensión narrativa.

Woody Allen tuvo la suerte de conocer a su admirado Groucho Marx. En muchas de las películas de Woody hay alusiones a Groucho, bien hablando de él o colocando alguna foto suya. El afecto y reconocimiento eran mutuos. En 1973 cuando se estrenó El dormilón, Groucho bautizó a Woody Allen como “el mejor cómico de la época”.

Nadie es perfecto

En 1959 Billy Wilder, que estaba rodando El Apartamento, planeó hacer una película con los Hermanos Marx, pero el delicado estado de salud de Chico y de Harpo le hizo desistir ya que, según él, solo los Marx podían interpretarla. Parapetado tras un habano y un sombrero o una gorra, este vienés criado en Berlín ha sido sin duda el último gran clásico del cine. Billy era un hombre con un sentido del humor mordaz, tan peculiar como cruel, que disfrutaba especialmente criticando el american way of life con un estilo inconfundible e irrepetible.

Que nada ni nadie es perfecto es algo que sabía muy bien, quizás por ello el fondo de sus planos, secuencias y personajes destilan ese halo de caridad y tolerancia. Su cine baila a lo largo del filo de una navaja que separa la fe religiosa del nihilismo absoluto. Puede que ahí radique la clave de su calidad única. Era un cineasta moral cuya denuncia a la hipocresía de costumbres le valió muchas críticas de la Iglesia y de los intelectuales de la época.

Es igual, ahí están Con faldas y a lo loco (1959), considerada como la mejor comedia de la historia del cine; La tentación vive arriba (1955), ¿quién no conoce la imagen de Marilyn con la falda levantada? “Cuando rodé con ella la escena de la boca de ventilación del metro tenía la atención del mundo. Se reunieron veinte mil personas, hubo caos de circulación y una crisis matrimonial entre Joe DiMaggio y Marilyn. Reconozco que yo también me hubiera puesto nervioso si veinte mil personas hubieran estado observando una sola cosa: cómo mi mujer se levantaba las faldas por encima de la cabeza”.

La ironía que contenía sus guiones estuvo también presente en su vida. El hombre que afirmó que “un húngaro es alguien que entra contigo en una puerta giratoria y sale antes que tú”, fue un gran juerguista y mujeriego y criticó especialmente sus dos profesiones (también fue periodista). En sus últimos años, sufrió una jubilación forzosa, ya que las aseguradoras no querían poner un proyecto en manos de alguien de su edad, no fuera que la palmara y les costara un dineral. ¡Qué vergüenza!