La II Guerra Mundial y su bárbaro desenlace con el lanzamiento de las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki cambiaron la historia del mundo y, por supuesto, de Japón. Hay un país antes del conflicto y otro después, con una posguerra tutelada por los Estados Unidos de América. De un sistema imperial recién llegado a la industrialización y el capitalismo a una democracia liberal. En unos pocos meses. El cambio fue tan drástico y repentino que muchos ciudadanos no lo aceptaron ni asimilaron. Mishima es el caso más célebre. Otros superaron las heridas de la guerra y pronto se acostumbraron al nuevo modo de vida. También hay un tercer grupo de personas que, en los setenta años transcurridos desde el desastre, han reflexionado sobre las consecuencias del conflicto durante y después de su transcurso. En ese conjunto se encuentra el cineasta Isao Takahata, cofundador del Studio Ghibli junto con el aplaudido Hayao Miyazaki. Su trabajo más célebre, La tumba de las luciérnagas, recuerda a las víctimas de la guerra.

Basado en el relato corto semiautobiográfico de Akiyuki Nosaka, el filme muestra los intentos de un adolescente, Seita, y de su hermana pequeña, Setsuko, por sobrevivir tras la muerte de su madre en el bombardeo de Kobe, en marzo de 1945. Con el padre luchando en las filas del ejército y una tía poco hospitalaria, no tendrán más remedio que aprender a sobrevivir en un entorno hostil y poco solidario.

Si algo destaca en La tumba de las luciérnagas es la sensibilidad con la que Takahata se aproxima al retrato de las víctimas de la guerra. Seita y Setsuko son dos jóvenes y, a la vez, cualquier víctima anónima de un conflicto armado. Por supuesto, la delicadeza y tacto en la narración y escenificación de una realidad no implica que el cineasta japonés evite episodios cruentos y dolorosos. Todo lo contrario. El filme, inundado de una profunda tristeza y desencanto, incluye escenas bélicas y de miseria que, probablemente, no lograrían el mismo impacto si se hubiera optado por la acción real. Bombardeos y destrucción, hambruna, egoísmo, muerte. De hecho, lo primero que sabemos del protagonista es la fecha de su fallecimiento. Él mismo la comunica mientras mira a cámara. Sin rodeos. Con entereza.

De todas formas, La tumba de las luciérnagas también puede entenderse como un canto a la vida, a no rendirse y sobrevivir pese a la adversidad de las condiciones. La propia paleta de colores resulta significativa. Junto con los negros, grises y marrones de los episodios más dramáticos, aparecen escenarios verdes y azules en los que los dos protagonistas pasan buenos momentos alejados de los desastres bélicos. No en vano, las escenas en las que Seita consigue que su hermana olvide la guerra, el hambre, la muerte de la madre y la ausencia del padre y simplemente se divierta son las más entrañables y conmovedoras de la película. Es en esos momentos cuando Takahata dibuja con mayor complejidad y matices la relación fraternal de los protagonistas. Verosimilitud y autenticidad por los cuatro costados. La empatía surge de inmediato.

Como cabría esperar, la animación es de primer nivel. Sin desmerecer la precisión y cuidado de los fondos, es en los movimientos de los personajes donde la maestría resulta más evidente, sobre todo, en el caso de la pequeña Setsuko. El propio Takahata reconoció la dificultad de animar un individuo menor de cinco años, pero los resultados son extraordinarios y transmiten toda la calidez, ternura, tristeza y alegría que se esperaría de un personaje como Setsuko. El trabajo en el caso de Seita y los demás protagonistas también transmite gran naturalidad y humanidad.

Al fin y al cabo, La tumba de las luciérnagas es una película humanista sobre cómo las personas pueden afrontar las adversidades de la guerra y el rechazo social. Se ambienta en Japón, pero podría suceder en cualquier lugar del mundo. Desde Siria hoy huyen personas como Setsuko y Seita.