La segunda mitad del siglo XX cubano constituyó un período de cambio, convulsiones y mutaciones que transformaron por completo el decursar histórico del país. El panorama cultural y artístico se vio arrastrado por la pujanza y energía vehemente del recién renovado sistema revolucionario. Por primera vez, la creación plástica se comprometió, expresa y directamente, con el contexto que le había tocado vivir. Si bien el arte de la primera mitad del siglo se había centrado en la lucha formal contra la Academia y en la carrera apresurada de actualización con los movimientos de vanguardia internacionales, a partir de los años 60 el cuestionamiento y el objetivo es otro. La función del arte se redefine y cambian de dirección las intenciones estéticas de los artistas. Desaparece el motivo pretexto y la enajenación intimista se diluye en un arte que saca lo privado a lo público, que lo ubica en su entorno y lo hace partícipe y juez de los nuevos acontecimientos. Los artistas dirigen su mirada al exterior, hacia un contexto revolucionario que llama la atención sobre sí mismo y exige el protagonismo. El análisis de lo exterior nace, no obstante, de una actitud intimista. La observación crítica parte de una proyección de lo individual en lo externo, de una extrapolación del espacio íntimo en el espacio colectivo. Lo que esta realidad devuelve, lo que esa colectividad significa para la individualidad, es lo que los artistas plasman en sus piezas. El proceso se da, pues, en dos direcciones: una de proyección sobre el medio y otra de apropiación del medio.

Para Umberto Peña (La Habana, 1937) el resultado de esta búsqueda estuvo signado por lo trágico, lo violento y lo grotesco. Todo cambio es trastorno, agitación y conmoción, y Umberto Peña representó el lado perturbador de los cambios que ocurrían en la época. Lo fantástico grotesco de su producción irrumpe abruptamente en el panorama cubano y su producción se percibe peculiar, distinta y violenta para el momento.

Lo visceral, literal y metafóricamente, constituye el sentido primero y último de su obra. Peña aboga por una representación de lo privado que parte de la literalidad repulsiva del interior del cuerpo humano. Su metáfora se convierte en mensaje explícito, que rechaza la oblicuidad encubierta y prefiere el impacto irritante y turbador. Convierte los órganos, las vísceras y las tripas en seres terroríficos, descuartizados y lacerados por la tortura: en monstruos venidos de las entrañas. Pero si bien lo intestinal funciona como símil de la interioridad, el recurso formal del que se vale asume el papel de tropo de lo público y lo masivo. La utilización de los códigos del pop estadounidense y la apropiación de la estética del cómic actúan como vitrinas visuales de la contemporaneidad postmoderna, de la reproductibilidad y de la cultura de masas. Su empleo alude al carácter masivo del fenómeno que se presenta desde la unicidad. La tragedia del ser visceral no ocurre en un plano exclusivo ni indeterminado, sino que transcurre a nivel urbano, público y cotidiano. Se establece una relación de antítesis entre las vísceras y la estética de la historieta, un paralelismo antagónico que se resuelve en la expresividad provocadora y violenta que aúna ambos códigos.

Pero la obra de Peña va más allá de una representación lúdica del pop. Sus cuadros poseen una fuerza expresiva que lo sitúan más cercano al expresionismo brutal de Antonia Eiriz que al regodeo pop de Raúl Martínez. Los frenéticos contrastes cromáticos, los colores planos sin apenas degradaciones, las gruesas líneas de los contornos y la verticalidad central de la composición -recursos todos del cómic- tributan a la aspereza colérica y desgarradora de la agonía del monstruo. El protagonismo del rojo alude a la sangre y a su carga simbólica, como sinónimo de herida, desgarramiento, laceración y violencia. El texto onomatopéyico, a su vez, opera como reafirmación de la sonoridad violenta que envuelve el cuadro. Los chirridos, chasquidos y gritos del monstruo constituyen catalizadores expresivos, no ya solo visuales, sino también sonoros. En el discurso escrito, en el ruido y la angustia convertidos en letras se expresan las tensiones y contradicciones de toda una época. Las flechas y quebradas atraviesan los cuadros y a los monstruos, rompen y resquebrajan la continuidad visual y dramatizan aun más las composiciones. Todos los elementos y recursos del lienzo apuntan hacia una enunciación colérica de la ansiedad y la agonía de un ser; el recurso formal se subordina por completo a la agresividad comunicativa.

El sufrimiento de estos entes monstruosos proviene de una fuerza exterior que los supera y que no es visible. Ellos sufren, pero no sabemos a ciencia cierta por qué. En cuadros como ¡Ayy, shasss!, ¡no aguanto más! (1967) el desgarramiento, lo insoportable y el dolor sostenido no parecen tener razones evidentes, reconocibles, sin embargo el monstruo se contorsiona, grita y padece. La presencia del otro resulta un elemento importante dentro de los lienzos de Peña. La pieza Tú haces brrr con mi electricidad (1967) establece un diálogo intrigante, pues quien “habla” en el título no es el mismo que “hace brrr” en el cuadro. El otro se presenta aquí como un sujeto dominante, opresivo y abusivo. Uno es el dominado, el otro es el dominante. Nuevamente, el monstruo interino es quien sufre, quien padece bajo la “electricidad” del otro. En él se presenta la impotencia, la ansiedad, la imposibilidad de detener la fuerza que lo agobia y lo lastima. El título crea este segundo espacio que desborda los límites del lienzo y donde ejerce su dominio el otro dominante. Algo semejante ocurre en el cuadro Con el rayo hay que insistir (1967), donde el rayo es alusión también a otro: un fenómeno, suceso o persona exterior pero que determina el accionar y comportamiento, pues con él “hay que insistir”. Los bordes se dilatan, la alusión a una fuerza exterior expande las dimensiones de la tela y este nuevo ámbito, más amplio y abarcador que el lienzo mismo, choca con el espectador y lo desestabiliza. El observador no puede permanecer cómodo ante estas piezas que lo embisten y lo fustigan, cuyas potencias expresivas convierten la sensibilidad en irritación. La obra prefiere el incomodo desautomatizador, el desconcierto que genere reflexión y la expresividad grotesca que involucre al espectador aun en contra de su voluntad.

El imaginario de Peña bebe de lo fantástico al crear engendros viscerales, sacados de una dimensión ficticia y anómala. Su lenguaje es esperpéntico e irreal, el cual coloca la monstruosidad en el ámbito humano, como metonimia de todo lo monstruoso, repulsivo y oculto del hombre. Lo fantástico le sirve no para representar un mundo onírico o apocalíptico, sino un mundo interior signado por la violencia y la agresividad del exterior, por la angustia existencial y la impotencia. Lo fantástico en Peña opera en el campo de lo grotesco y de lo rabiosamente expresivo. Tal fuerza en la expresión lo homologa con la producción de Antonia Eiriz y Chago Armada; pero si bien Eiriz prefirió la deformación grotesca y expresionista de la realidad, y Chago la hipertrofia de la metáfora sexual, Peña utiliza y crea un mundo fantástico propio, en el cual proyecta lo desgarrador y angustiante de su realidad.

La poética de Umberto Peña se centra pues en el sufrimiento agónico, en el dolor interno que no se comparte pero que destroza más que aquel que se comparte. Su representación es un viraje al interior repulsivo que todos ocultamos. Las vísceras y la presencia del inodoro que las sostiene en su agua, aluden a un mundo privado, íntimo y oculto que es puesto al descubierto. Un espacio repulsivo pero presente en todos.

La monstruosidad, lo grotesco, lo fantástico terrorífico, lo horripilante y desgarrador convierten la obra de Peña en un punto álgido y único dentro del panorama artístico de la década primera de la Revolución. Su combinación de elementos pop con la fuerza emotiva del expresionismo hace que su producción plástica constituya un caso insólito y excepcional dentro del arte cubano.