El periódico está a la mesa haciéndole compañía a una taza de café negro, que todavía expide sus últimos retazos de calor. La mañana se alza en silencio, a la expectativa de una reacción en potencia, anunciada. Están las imágenes, están las palabras; solo hace falta la impresión que habrán de generar. Al poco tiempo, la mujer de la casa abre la puerta del desayunador y se sienta en su lugar. Se lleva la taza caliente a los labios y levanta la primera plana: un hombre ha apuñalado a su pareja —¿esposa?, ¿amante?, ¿concubina?, ¿hastío de una noche sin recuerdos?— veinte veces, a lo largo y ancho de su cuerpo desnudo. La morgue dijo que había muerto desangrada. Las fotografías muestran el cadáver horadado. La mujer de la casa tiene una idea.
El impacto de esta nota roja movió fibras empáticas en el entendimiento revolucionario de Frida Kahlo. La mujer. El cadáver. Las marcas de la navaja sobre la carne muerta. La cama ensangrentada. La ausencia de un responsable con nombre, de alguien que se pudiera identificar. No es casual que días después terminara de pintar Unos cuantos piquetitos (1935), con la misma crudeza con la que su estilo se había consolidado: irreverente, audaz, brutal. La pena hecha carne y vuelta óleo. La melancolía de una experiencia fundamentalmente reprimida. El acontecer doloroso de los seres que tienen que hacer valer su trabajo a pesar de su género, de su origen, de su carácter más esencial.
Sería sencillo cometer el error, sin embargo, reducir la apreciación de la obra a un intento más de la expresión de la profundísima congoja interna con la que Kahlo ha sido caracterizada con el paso del tiempo. Sería simplista, a lo mucho, pretender una descripción acertada del cuadro solamente en términos de qué tanto la mujer había sufrido, qué tan mal la había pasado en su relación con Diego Rivera, qué tan terrible había sido su experiencia física a lo largo de los años. Sería, en fin, una reducción absurda, pues se perdería la potente carga crítica y de denuncia que Unos cuantos piquetitos implica, sugiere, lleva consigo y revela al espectador más asertivo.
Para entonces, Kahlo ya tenía un nombre entre los círculos más selectos de los artistas de la época. No solo eso: su vida pública era sonada en tanto que se le consideraba como una de las mujeres más influyentes y arraigadas en los ideales comunistas de la segunda década del siglo pasado. Además —e inevitablemente—, su relación tormentosa con «el» muralista mexicano del momento era más que conocida y comentada en todos los estratos de la sociedad. Frida Kahlo era un personaje: la trágica vida que llevaba con el amor de su vida, sumada con las varias dificultades físicas que había tenido que sobrellevar y la fuerte carga política que su trabajo —y su discurso en general— tenía la posicionaba como un elemento deseable en diferentes niveles.
Sin embargo, es común permitir que el velo denso de su vida pública y personal sesguen el verdadero valor de su propuesta artística. Unos cuantos piquetitos podría ser el ejemplo justo: es muy fácil caer en la tentación de interpretarlo como un intento más de sublimar la esperpéntica vida interior de la artista. Sin embargo, sería mirar al cuadro únicamente como la experiencia de una mujer dolida, y no como el producto de un proceso crítico y de una propuesta artística verdadera. La primera parece una opción más asequible, ya que se prefiere siempre la faceta romántica de una vida de injusticias. La segunda, sin embargo, compromete más al espectador: lo hace reflexionar sobre el homicidio, lo obliga a horrorizarse ante una realidad nacional, lo hace verdaderamente «sentir».
Unos cuantos piquetitos logra integrar a la cultura popular un tema recurrente —y aparentemente inextricable— en la realidad mexicana: la reducción de la mujer a un objeto del cual se puede disponer al gusto del otro género. Kahlo utiliza colores ácidos a propósito: intenta centrar la atención en el cuerpo ya mutilado de la mujer, en su expresión casi resignada, en las manchas sobre la cama y los hijos rojos que supuran de la carne abierta. Retoma, además, un elemento de la pintura costumbrista barroca de la Nueva España: el banderín que normalmente anuncia —y en este caso, denuncia— aquello que se quiere caracterizar de la vida cotidiana.
Es inevitable notar el contraste de personajes que se hace en el cuadro. La languidez de un cuerpo sin vida contra el vigor de un asesino sonriente, que mira a su víctima con satisfacción y con cierto placer, incluso. La mujer tiene el cuerpo manchado de su propia sangre, mientras que el hombre tiene sobre su camisa blanca las manchas rojas de una sangre que no le pertenece. Sostienen el banderín dos palomas: una negra, del lado de él, y una blanca, que parece mirar a la mujer muerta. Coronando la escena, Kahlo decide encuadrar la pintura con un marco de madera, salpicado, también, de pintura roja. Entendiendo así el cuadro, la intencionalidad de la artista es ineludible.
La mexicanidad que emana de Unos cuantos piquetitos sobrepasa la mera escena, pues extiende sus posibilidades a la reivindicación de la mujer en varios niveles. En primer lugar, es de notarse que el personaje principal —ella— no sigue ningún canon estético europeo: tiene la tez morena, los bustos caídos y la cara arrugada. Esto acentúa la dureza de la muerte, tan mezclada en la cultura mexicana, que pareciera justificar el homicidio de una mujer cualquiera. Más allá de la caracterización de los personajes, el título mismo de la obra alude a esta necesidad muy nacional de utilizar diminutivos, como para disminuir la importancia del acto, como para restarle validez. Kahlo logra exactamente lo contrario.
El uso de la ironía, de elementos característicos del arte nacional y de escenas recurrentes en las primeras planas de los periódicos realzan la composición y la intencionalidad de Unos cuantos piquetitos. Una interpretación que intente adivinar la vida personal de la artista resulta, entonces, simplista: Kahlo es crítica, Kahlo es asertiva, Kahlo se atrevió a ver y a exponer. Pues tal pareciera que un cuadro de 1935 podría bien representar una nota roja de la actualidad. Tal pareciera que los colores, las expresiones en los rostros, las brutalidades, los homicidios son los mismos. Tal pareciera que veinte veces no fueron suficientes.