El calendario de 2018 tiene la misma distribución de días que el de 1973, aparente coincidencia que para los numerólogos tendrá diversos significados. Para mí, solo la dolorosa precisión de aquellas jornadas aciagas que comenzaron el martes 11 de septiembre de 1973, bajo el fatídico signo de Marte, el dios de la guerra y la desolación.
En la noche del lunes 10 abandonamos el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, donde cursábamos la carrera vespertina de Literatura, el flaco Astudillo y yo. Eran cerca de las 11 de la noche y la ciudad de Santiago del Nuevo Extremo lucía oscura y amenazadora. La tensión social se había agudizado en los últimos tres meses y se hablaba a viva voz de una posible conjura militar, alentada por la Derecha, esa hidra devoradora e insaciable que, después de cerca de medio siglo, sigue siendo ama y señora de este país donde campean el abuso y la desigualdad, como norma consuetudinaria de vida y de muerte impuesta por los dueños de la propiedad.
Luego de abordar un pequeño microbús (liebre) atestado de cetrinos compatriotas, el flaco Astudillo me dijo:
– Prepárate, huevón, porque el golpe militar será mañana.
– Córtala, jetón– le respondí –hace rato que andan esparciendo ese rumor, y no pasa nada.
– Pero fíjate, Moure, los pacos están acuartelados, desde esta noche ya no vigilan las bombas bencineras ni otros sitios estratégicos… ¿acaso no te dice nada eso? ¿No ves o no quieres ver?
Quizá yo evitaba, de manera inconsciente, enfrentarme a una realidad dramática cuya inminencia parecía cernirse sobre la dura y amada patria, sobre el utópico proyecto socialista de llevar a cabo una revolución incruenta que cambiara las añejas estructuras de poder. En ese momento, en medio de los barquinazos de la carcacha que nos transportaba, mi mente elusiva me hizo recordar otro apremio: mañana, martes 11, mi hija Karen va a cumplir siete años de vida y yo no le he comprado su regalo; delicada situación.
A las siete de la mañana del martes 11 subí al microbús con destino a mi trabajo, en el centro de Santiago, calle Teatinos 449, cerca de La Moneda, una empresa química alemana ubicada al frente de la antigua sede del Partido Comunista de Chile, entidad política en la que yo militaba desde 1966, compartiendo la célula Ho Chi Minh, junto a Hernán Miranda, mi amigo poeta, a Percival Philips, maestro de historia y al escritor Manolo Garrido, radicado ahora en México... En el primer piso del viejo caserón estaba la librería Austral, atendida por la compañera Violeta, quien me surtía de novedades literarias, históricas y políticas.
Llegué poco antes de las 8 a la Alameda. El tránsito de vehículos estaba interrumpido en varias manzanas alrededor de la casa de gobierno. Se veía una profusión de vehículos blindados y centenares de milicos provistos de armamento de guerra y carabineros con verdes cascos (los mismos que utilizan en 2018 para avasallar al pueblo Mapuche). Caminé las cinco cuadras hasta la Hoechst. A las ocho en punto apareció el jefe de mi sección. Venía eufórico, portando una pequeña radio a pilas. Con voz estentórea nos informó:
«Las fuerzas armadas han derrocado, por fin, al Gobierno comunista de Allende. Permanezcan en su lugar de trabajo… subiré a gerencia para recibir instrucciones».
La mayoría de mis compañeros de trabajo celebraban, nerviosos y agitados, la asonada cuartelera. A las 9 de la mañana se nos ordenó retirarnos a nuestras casas. Atravesé la calle hasta la sede del PC. Las puertas estaban cerradas a machote. En su interior permanecieron, hasta el día siguiente, más de cuarenta compañeros y compañeras. Todos fueron asesinados, «pasados por las armas» de manera vil, sin que opusieran mayor resistencia ante un aparato militar inmensamente superior. Fue la tónica del feroz golpe de Estado y de los diecisiete años que le siguieron en la forma de una despiadada dictadura militar, alentada y apoyada por los mismos que hoy nos gobiernan –en algunos casos, hijos o nietos de la misma «canalla dorada»- cuarenta y cinco años después, aplicando y defendiendo la espuria Constitución que el tirano Pinochet hizo aprobar, a sangre y fuego, en 1980 y que rige, como una especie de reina despótica, todo el aparato legal que sustenta esta república falaz.
Caminé hasta mi casa, doce kilómetros al sur de La Moneda. En el largo trayecto, hube de esquivar numerosos piquetes militares de la fuerza aérea que allanaban edificios y sedes sindicales, acribillando a mansalva a sus ocupantes. Este prurito de barbarie militar constituye para los derechistas chilenos un motivo de «orgullo patrio», suerte de veneración por sus soldados, de vieja tradición germanófila, al extremo que algunas de sus escuelas matrices continúan utilizando los mismos uniformes que lucieron los nazis durante las décadas del terror hitleriano en buena parte del planeta. Tanto así, que hasta el día de hoy, en las puertas del Ministerio de Defensa, frente a La Moneda, podemos observar milicos provistos de cascos nazis. Se trata de una de las tantas aberraciones que saltan a la vista en esta isla continental del fin del mundo, orgullosa de su retardo histórico y social, según quienes manejan esta especie de empresa mercantil, manipulada por una minoría, que sigue vendiéndonosla como «copia feliz del edén», según su himno patrio y el lúcido lema de su escudo: Por la razón o la fuerza.
Era la hora del almuerzo cuando llegué a casa. Durante la forzada caminata, escuché grandes estruendos que provenían del centro y vi entre las nubes volanderas de septiembre los aviones yanquis Hawker Hunter (Nixon mediante) que iban y venían desde la base de El Bosque, ubicada al sur de nuestro barrio. Una vecina me gritó, como si se tratara de encomiar fuegos de artificio:
«Vecino, están bombardeando La Moneda».
Pensé que se trataba de una exageración; era imposible concebir una atrocidad semejante. Diez minutos más tarde, me enteré de que era cierto. Sí, era el comienzo de una época de odio y terror cotidianos, planificados por el Estado en contra de parte de su ciudadanía inerme, culpable de haber adherido a una causa noble y generosa.
Karen me preguntó si le había traído su regalo de cumpleaños.
-No, flaquita, perdóname. Te lo debo.
(A los niños no se les puede quedar debiendo nada, es verdad, porque viven en el presente y aún no conocen los riesgos de la memoria, las heridas del recuerdo, la imposibilidad de retrotraer el pasado y enmendar errores y lacerias cometidos).
Mi hija Karen cumplirá cincuenta y dos, el martes 11 de septiembre. La honda pena del pasado histórico será morigerada por su dulce presencia y la de mis nietos, hoy adultos. Es parte esencial del sabor agridulce de septiembre, el mes en que celebramos la independencia de España, con cinco días, a lo menos, de jolgorio y excesos que parecen compensar el carácter taciturno y fatalista de los hijos de esta tierra, amnésicos de la Historia, renuentes siempre a reconocer y aceptar su condición de mestizos, discriminadores y abusivos con las etnias originarias, a las que recurren de vez en cuando, para ensalzar supuestas glorias militares debidas al coraje ancestral.
Pero hay heridas que no se cierran, menos cuando una sociedad pretende mantener o consolidar sus dudosos valores esparciendo la ceniza del olvido sobre sus hijos asesinados, mientras propicia la impunidad de los criminales y niega las constantes felonías del poder de turno, postulando una conciliación falsa, que no es otra cosa que la hipocresía con que reviste y disfraza sus caducas instituciones, casi todas ellas vueltas hoy gigantes con pies de barro, plagadas de escándalos y corrupción que desnudan sin tapujos el sistema enfermo e inhumano que un médico socialista, inmolado en su mandato obtenido en las urnas, quiso cambiar hace cuarenta y cinco años.